En los años ’80 se inventó un Boca-River entre dos actores de Hollywood que se perfilaban como estrellas. O eras fan de Kevin Costner, o hinchabas por Mickey Rourke. En el imaginario popular Costner era un galancito de tantos, y Rourke el heredero de Brando, que además susurraba como James Dean.

El tiempo, el implacable, el vencedor, puso las cosas en su sitio. El aguante de Mickey Rourke se desarmó después de un par de películas. Costner, en cambio, se fue estacionando como un vino de Mendoza, y a medida que maduraba lo fuimos descubriendo como actor.

Es que Kevin Costner es una mezcla rara de Gary Cooper y Cary Grant y alguien al que uno invitaría a un asado. No importa el papel que interprete: el tipo lo va a hacer bien y encima te va a caer simpático. Así haga de un adolescente limado (Fandango) o de una encarnación de la oscuridad como es este Mr. Brooks.

Sin contar el argumento, digamos que Mr Brooks es el terror en persona. Es un destilado del horror, con estaciones en distintos andenes de la cultura popular. Está en el mismo árbol genealógico de Jack el Destripador, del Patrick Bateman de American Psycho; su libido para el crimen es pariente de la de Hannibal Lecter, y es tan meticuloso como el maquetista de CSI.

Pero por el lado materno el señor Brooks tiene las virtudes de un superhéroe de historieta o de televisión. Patrulla las calles a la noche como Batman, se desplaza en un autito parecido al del Avispón Verde, se viste de negro como el Zorro, y tiene un ladero desopilante encarnado por William Hurt.

O sea: un sicópata metido en la piel de un actor simpático. Un asesino que se coloca los lentes y se comporta como Clark Kent.

A eso nos llevan estos pastiches posmodernos con vuelta de tuerca. A que uno vea un coso que marcha en camioneta al encuentro de su víctima con un hacha en el asiento de al lado, y desea que al tipo el crimen le salga bien.


Dicen que cuando un grupo graba un disco de grandes éxitos hay que empezar a temer la crisis creativa. Y que si el álbum que sigue es en vivo, es porque la cosa se acabó.

Sería una pena. Los Counting Crows sacaron su último disco de estudio en el año 2002. Luego nada, y después Films about ghosts, un seleccionado de su repertorio, con el único agregado de Accidentally in love, tema de la banda sonora de Shrek 2.

Y ahora este registro en vivo, de conciertos del 2003, que es una inyección de nostalgia a futuro – como todo lo que toca esta banda – y que nos mete el pánico de que no haya nunca nuevo material.

Es que si alguna vez pensaste que los Counting Crows era una banda del montón, que pegó un hit con Mister Jones y su mejor formato sería el Unplugged, podés empezar por este disco para darte cuenta de lo equivocados que estabas.

Sobre una plataforma de country – pero rock – pero cosa sensible, los Crows celebran la euforia contenida de su repertorio en un concierto más acústico que veloz, pero donde también están los temas en los que uno empieza a saltar.

Su música es así: nos hace recordar a The Band – gracias a Dios todavía alguien nos hace acordar a The Band – bajo un envoltorio del espíritu festivalero que implicó el paso por el pop de los ’90, y la serenidad de los que han alcanzado la madurez. Ah, y las letras:

Cuando dormís / encontrás a tu madre en la oscuridad / pero está fuera de foco / y por eso no hay dulzura en el sueño. / Y cuando despertás la mañana te ilumina / y te hace sentir bien. / Pero es el mismo caramelo ácido / que recordás otra vez. (…) Fijé mis veranos pasados en una carta / y la escondí del mundo / Todos los arrepentimientos que no vas a olvidar / están a veces impresos en la foto / del rostro de una chica cualquiera.

Eso cantan los Crows en Hard Candy, la canción que dio nombre a su último disco de estudio, y que, con público de fondo, también vas a escuchar acá.

Con una acuarela de tapa cuya belleza advierte sobre el contenido del cedé, New Amsterdam, como cualquiera de los discos de los Crows, es un antídoto contra la tristeza. Suenan Omaha, Holliday in Spain, Rain King y uno se imagina al auditorio balanceando manos con encendedores y dedos en ve. Cualquier canción de los Crows demuestra, de la mejor manera, que la oscuridad a veces está hecha de otro material. De uno que brilla.

(Lo siento, Barbarita. La mejor banda del mundo se llama Counting Crows).


The life and death of Peter Sellers.Peter Sellers fue un monstruo. Un comediante físico en una época en que el humor se ponía cada vez mas conversado y se daba una doble mano de sofisticación.

Un tipo con gestualidades naïf, pero con toques de perversión que te dejaban preguntando cuánto más había en su sonrisa egipcia, en su mirada al voleo, en los resortes con los que se iba al suelo y se volvía a levantar.

Stephen Hopkins lo cuenta en «Llámenme Peter», cuyo nombre en inglés – «La vida y la muerte de Peter Sellers» – le va mucho mejor. Y lo narra de una manera muy a la «película de Peter Sellers», con desbordes por lo narrativo, lo técnico y lo argumental.

Claro, lo hace de la mano de un actor extraordinario: Geoffrey Rush. Rush, más que haber estudiado hasta el último movimiento y modulación de voz de Sellers, parece haber accedido al ADN original. ¡Es un clon! En los planos largos, o en las composiciones de personajes se te pone la piel de gallina, porque en vez de un actor haciendo de Peter Sellers, lo ves al Peter Sellers original.

Y están también los juegos de espejos. Rush haciendo de Sellers mientras compone los personajes de sus películas más icónicas. Hay reproducciones de Dr Strangelove, de La Pantera Rosa, de Desde el Jardín, que te aflojan la quijada como al lobo de los dibujitos de Droopy.

La película empieza con Sellers guiándonos a lo largo de un set, acomodándose en un sillín de director, y encendiendo una pantalla donde unos dibujos animados muy sixties empiezan a desenrollar los títulos. Y de ahí en adelante, el milagro que obra GeofFrey Rush: irse al otro lado de la muerte y traernos de Peter Sellers, aunque sea un cachito más.


1925La vida te da sorpresas, y te sorprendés leyendo un libro de Félix Luna. 1925, se llama. Y de subtítulo: «Historias de un año sin historia». Si Félix Luna escribe la historia de un año sin historia – me digo – o hay algo que yo me estoy perdiendo, o ese es el libro que tengo que leer.

1925 es, mes a mes de un año anodino, una serie de diálogos anónimos y cortos en los que se conversa de las cosas que eran tema en la Argentina de la época. Claro, una cosa es leer giros idiomáticos que derrapen a lo desopilante en la pluma de Mirta Bertotti, y otra muy otra, en las palabras de Félix Luna.

Como yo sé que Barbarita está leyendo esto, me apuro a explicar quién es Félix Luna. Félix Luna es el Vila-Matas de la historia argentina. Si algún día le iban a hacer un monumento para mausoleo, con pluma, pergamino y un dedo apuntando al norte, por suerte con este libro lo acaba de perder.

Y se convierte automáticamente en ídolo de la muchachada de este lado, a los que nos revientan los historiadores de moda, mediáticos, que vienen a hacer el undécimo revisionismo, con la bufanda cruzada como si fueran uno de sus alumnos.

Un diálogo, para muestra:

– Mamá, ¿la dejás a Martita que se bañe conmigo?
– No. Está resfriada.
– Pero ayer también estaba resfriada…
– Sí.
– Pero no tiene mocos ni nada…
– Está resfriada. Y mañana también va a estar resfriada. Hasta el viernes. Y no preguntes más. Ponete cerca del bañero, y en la orilla.

1925 es el libro que salva a Félix Luna para la historia que nos importa y la que nos gusta: la del placer de leer libros, con ojos Simpson y sonrisas de dibujo japonés.

Y hace por la legalización de la marihuana mucho más que toda la obra de Escohotado. Porque si no, no se explica.


esencia_2Todo empezó con una cantante uruguaya con demasiada fiaca como para moverse a más de una cuadra y media de su casa para grabar un disco, y terminó en una noche mágica de agosto, en la casa de los siete vientos, registrando en vivo esencia/dos

La casa de los siete vientos es una fonda a destiempo de la globalización; un bodegón de calida estética donde sentirse como en la propia casa; un algo tan inclasificable y definitivo que termina por convencerte de que la cosa tiene que ser ahí.

La noche del lunes 22 de agosto estaban las mesas, sillas, banquetas y gradas rodeando el living que es en esencia esencia/dos. Y entre los sillones, la mesita ratona, el perchero y el vino, acompañada de Seba Larrosa al piano y Jorge Nocetti en guitarra y melancolía, Canoura recorrió el repertorio del disco con los infinitos pliegues de su voz.

Pongámoslo así: están los intérpretes, y están las voces.

Canoura es una voz. Una voz dotada de una paleta sonora con matices que no se acaban nunca, y le permiten susurrar, interpretar, parodiar; dar vuelta cada canción como una media y hacértela escuchar como por primera vez.

Tiene, además, una habilidad que da la vida: saberse rodear de músicos que desde la primera nota transpiran que además de instrumentistas delicados y profundos son, sobre todo, buena gente, lo transmiten y te lo hacen disfrutar.

Seba Larrosa toca el piano que parece que viniera del jazz, sugiere que llega del tango, aparenta pasar sus noches en un saloon, y todo eso mezclado en un alambique de música popular que destila un sonido tan maduro y confiado que terminás por creerte que te miente la edad.

Nocetti. Qué decir de Nocetti. Arranca su guitarra y la gente hace un silencio que parece misa. Con decirte que se callan hasta para oirlo afinar. Hay que escuchar la introducción jazzera para el tango Tú como para empezar a dimensionar lo que pueden esos dedos tristes.

Y así se fue desgranando la noche, con música adentro de la casa y afuera naciendo el temporal.

Ahora hay que esperar el disco, y hacerle un lugar en el living. Junto a la copa de un vino que se resista lo justo, el cigarro enredando el humo por los caireles del aire, y la camisa roja enroscada en la lamparita del velador.