Aviador: el joven Scorsese

31Mar05

Me venía perdiendo Aviador, porque en esa consultas previas con gente a la que uno le respeta la opinión -incluidos algunos fans de Scorsese – el veredicto era unánime: «No vayás, es mala». Ayer a la noche comprobé una vez más que lo mejor es mandarse al cine sin darle pelota a nadie.

Aviador es la historia de Howard Hughes, personaje misterioso, de aristas extremas. Millonario hasta la excentricidad, caprichoso productor y director de cine en las primeras décadas del siglo, pionero de la aviación de avanzada, obsesivo paranoico de la enfermedad, el Hughes de Aviador no es el tipico caracter de un biopic «basado en una historia real».

El Hughes que Scorsese construye, como un nuevo personaje de su galería de creaciones, es un outsider peleador y empecinado, en busca de algo que nadie más que él puede ver. Como el Travis Bickle de Taxi Driver, como el Max Cady de Cabo de Miedo, como el mismo Cristo, en La última tentación.

Y ese Hughes es un personaje que se va haciendo entrañable, gracias entre otras cosas al trabajo de Leonardo Di Caprio, marcado muy de cerca por el director. Di Caprio compone el famoso «loco, pero que no come vidrio», en una de las mejores cosas que le hemos visto hacer; un rufián melancólico, un corrupto sentimental que se mueve en un universo igualmente bizarro y excedido.

Su principal ladera es la hermosa Cate Blanchett, quien personifica un adorable mamarracho que pretende ser Katharine Hepburn, y que se ganó el oscar, porque el oscar es un premio que recompensa las morisquetas por sobre la actuación. Kate Beckinsale se pone la piel de una más medida y sobria Ava Gardner; Alan Alda en el papel de un senador mafioso lo hace igual de bien que siempre.

El único problema con Aviador, entonces, son los prejuicios externos en torno a la película, el malentendido del oscar y nada más.

Para empezar, el actor. DiCaprio va a cargar siempre con la cruz del «actor bonito», al que jamás se lo van a tomar en serio, porque en Titanic le tocó hacer de galán. Pero DiCaprio no es Tom Cruise, y es un buen actor, con matices propios. Tres ejemplos: What’s eating Gilbert Grape; This Boy’s Life (sobre todo las escenas con De Niro); y la más reciente Atrápame si puedes.

El otro tema es Scorsese. La audiencia quiere que siga filmando relatos de gangsters, y no se salga de un registro naturalista y paranoico de la violencia contemporánea.

Y lo que no era muy claro de ver a la altura de Casino, pero ahora que han pasado unas cuantas películas se dibuja con más claridad, es con qué punto ha elegido este artesano bordar sus narraciones.

Scorsese parece decidido a inventar un mundo propio, donde las constantes de su cine se aceleren y estallen en el exceso y la libertad. El Huges scorsesiano no es menos obsesivo que el pintor que encarna Nick Nolte en Historias de Nueva York, pero en ese caso el Manhattan bohemio parecía una fotografía minuciosa, mientras que el Hollywood años 30 de esta película es más una acuarela desbordada.

Lo mismo que el Nueva York de la Edad de la Inocencia, o de Pandillas de Nueva York, los escenarios que Scorsese está dibujando para delimitar sus nuevos emplazamientos están más cerca del expresionismo delirante de El Ciudadano, que del documentalismo de Alicia ya no vive aquí.

Lo cual es notable en cualquier creador: que al ir envejeciendo, en vez de volverse clásico, revise su obra bajo un lente más experimental. A la madurez del relato, acompañarla con técnicas de juventud.

Y además, los diálogos de Aviador son como para ver la película por segunda vez.

En una preciosa escena, Ava Gardner afeita y corta el pelo a un Hughes que viene viviendo desde hace meses en una sala de proyección, y debe comparecer ahora frente a un comité del senado. La diva abre el caño de la pileta y deja correr el agua. Hughes, enfermo de obsesión por la limpieza, señala con recelo el chorro y le pregunta «¿Está realmente limpio?» Gardner le responde «Nada está realmente limpio, querido. Peleamos lo mejor que podemos».



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